EVOCACIÓN
Leticia Zárate
Temprano contemplaba su reflejo en el espejo cuando escuchó un quejido mordaz proveniente de la coladera; observó con cautela a ver si podía distinguir al emisor del sonido pero sólo había oscuridad detrás de las rendijas.
Quiso no darle importancia y volvió a la imagen del espejo. Estaba a punto de exterminar un barro purulento cuando de nuevo escuchó el sonido, ahora más largo, más nítido, como una pesada agonía, como una exacerbada súplica de libertad.
Por un momento quedó fragmentado de sus sentidos, al siguiente paso del segundero decidió clausurar el baño.
El fondo del patio se convirtió en la cárcava de sus deshechos. Ahí adaptó un tinglado desprovisto de ignominia y un taburete improvisado en un huacal donde colocaba varios libros aún no leídos, (era un ritual eso de colocar ahí libros al azar y leer semanalmente la sinopsis de cada uno para decidir el turno para la lectura).
Le tocó esa semana a “ La Tregua ” de Mario Benedetti. El descubrimiento del amor por el personaje de cincuenta años en una jovencita le conmovió secretamente las vísceras y algún recuerdo en él se movió repentino y voraz. No es que fuese viejo, más bien era ese concepto sublime del amor que captaba en la lectura lo que le despertó alguna reminiscencia que a partir de entonces no le dejaría de acosar.
Al final de la semana, la noche que concluyó la lectura, le fue revelado en el plenilunio del sueño el recuerdo bloqueado de hace apenas ¡ tres semanas !
Despertó con un sabor amargo y una opresión en el pecho que casi le asfixiaba, bajó las escaleras a trastabillazos y en el trayecto pudo ver esa cruenta imagen del féretro y él, impávido zombie, alejarse indiferente, hace tres semanas, del sepelio de su más grande amor. Cada escalón le clavaba en la mente las imágenes en bandada del dolor que en las últimas semanas había enterrado en los archivos muertos de su cerebro. Ahora entendía…“Dios mío… Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…” pensaba.
Tumbó la puerta del baño de un puntapié, corrió la cortina, y de un jalón arrancó la rejilla de la coladera para rescatar al indefenso peluche, obsequio de su extinto amor, que había gastado la corta vida de su batería en la húmeda tumba de la regadera.
Quiso no darle importancia y volvió a la imagen del espejo. Estaba a punto de exterminar un barro purulento cuando de nuevo escuchó el sonido, ahora más largo, más nítido, como una pesada agonía, como una exacerbada súplica de libertad.
Por un momento quedó fragmentado de sus sentidos, al siguiente paso del segundero decidió clausurar el baño.
El fondo del patio se convirtió en la cárcava de sus deshechos. Ahí adaptó un tinglado desprovisto de ignominia y un taburete improvisado en un huacal donde colocaba varios libros aún no leídos, (era un ritual eso de colocar ahí libros al azar y leer semanalmente la sinopsis de cada uno para decidir el turno para la lectura).
Le tocó esa semana a “ La Tregua ” de Mario Benedetti. El descubrimiento del amor por el personaje de cincuenta años en una jovencita le conmovió secretamente las vísceras y algún recuerdo en él se movió repentino y voraz. No es que fuese viejo, más bien era ese concepto sublime del amor que captaba en la lectura lo que le despertó alguna reminiscencia que a partir de entonces no le dejaría de acosar.
Al final de la semana, la noche que concluyó la lectura, le fue revelado en el plenilunio del sueño el recuerdo bloqueado de hace apenas ¡ tres semanas !
Despertó con un sabor amargo y una opresión en el pecho que casi le asfixiaba, bajó las escaleras a trastabillazos y en el trayecto pudo ver esa cruenta imagen del féretro y él, impávido zombie, alejarse indiferente, hace tres semanas, del sepelio de su más grande amor. Cada escalón le clavaba en la mente las imágenes en bandada del dolor que en las últimas semanas había enterrado en los archivos muertos de su cerebro. Ahora entendía…“Dios mío… Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…Dios mío…” pensaba.
Tumbó la puerta del baño de un puntapié, corrió la cortina, y de un jalón arrancó la rejilla de la coladera para rescatar al indefenso peluche, obsequio de su extinto amor, que había gastado la corta vida de su batería en la húmeda tumba de la regadera.
Con el peluche maloliente contra su pecho, se sentó a llorar por vez primera en tres semanas.